Eleodoro Díaz Carrasco
Tuvo que interrumpirlo de su labor. Así pasaba siempre y aunque a veces era incómodo, había que hacerle frente al deber. Eleodoro Díaz Carrasco era el único, en el poblado, que llevaba el registro escrito de todo suceso de importancia. Matrimonios, nacimientos, inscripción de terrenos, deslindes, herencias, defunciones. Todo era cuidadosamente apuntado en aquellos libros con tapas de cuero, de hojas gruesas y amarillas. Con los dedos ateridos en invierno, muchas veces con sangre de cordero en las uñas o restos de tierra de la huerta, don Eleodoro se hacía el tiempo y la paciencia para llevar este registro que era un honor y una obligación.
Esta vez no era algo distinto y Lindana, su mujer, había partido a la carrera a buscarlo, para que no se perdiera un minuto en la transcripción de los sucesos. Don Camilo Vargas Coliqueo, natural de Lautaro, había llegado siguiendo los caminos, hasta que ya no los hubo; entonces se dejó llevar por su instinto y su deseo de aventura y llegó al valle de California. Juntó como pudo sus animales, armó como todos, al principio, una rancha con cuatro tablas, para luego convertirla en una casa con varias habitaciones y corredor y cuando ya tenía suficientes hijos como para designarlos con todos los dedos de sus manos, una costilla rota le perforó el pulmón. Con esfuerzo y determinación, había logrado llegar hasta su cama para fallecer. Camilo José, su hijo mayor, traía de memoria recitada la voluntad del hombre y la hora exacta del deceso. Después de dictarle a don Eleodoro, se dirigiría a la casa de don Nicolás, para pedir prestadas las herramientas y hacer la urna donde iba a descansar su padre.
Don Eleodoro tomó cuidadoso apunte de todo. Por una carilla y media se extendía la regada voluntad de don Camilo. Agradeció a Camilo José por el esfuerzo y la sinceridad. Apuntó en la sección destinada a las defunciones la hora y fecha del deceso y le dió un apretón de manos en señal de pésame. Ya pasaría por su casa a acompañar a la familia en el velatorio, prometió.
Se regresó al corral y miró sus dedos chuecos. Las yemas le punzaban por el esfuerzo supremo de dibujar letra a letra cada palabra. Un dolor en las coyunturas, imaginario, le inmovilizaba las extremidades por un rato, siempre después de haber tomado la pluma y plasmado los registros del día en los libros. El viejo cura y sus varillazos en las manos le habían hecho desertar de la escuela cuando aún no cumplía nueve años. El fantasma del ojo, esa temida cartilla del silabario, le persiguió por años, hasta que creyó haberla burlado entre las soledades de la cordillera, entre las noches bajo las estrellas, tomando mate espeso, abrigado por las pierneras de cordero y las mantas de castilla. Pensó sentar cabeza en este valle, al lado del río Encuentro, al poniente del Hito 16, aunque la nieve lo recibió apenas asomó con su cabalgadura. No le importó. Tendría muchos hijos, una casa grande y una cocina abrigada. Habían varios como él, con el mismo empeño, con el mismo sueño.
Su única distinción entre los otros era que había pisado la escuela, sabía tomar un lápiz y reconocía todas las letras del alfabeto. En medio de la precariedad de las circunstancias, en medio de la vastedad del paisaje, Eleodoro Díaz Carrasco era un erudito. La comunidad le rogó humildemente que tuviera a bien escribir los sucesos acontecidos, porque la memoria se perdía tan de prisa, como cambiaban la nubes en el cielo. Muchos recordaban antiguos escamoteos de dinero, animales, oro y tierras y la sensación impotente de no tener nada con qué demostrar la propiedad. Ahora, en esta nueva colonia, en este nuevo comienzo, todo iba a ser distinto. Era por eso que don Eleodoro se esforzaba tanto y no dejaba de encargar o comprar por sí mismo, las veces que bajaba al pueblo, un libro de tapas de cuero duro, para no quedarse corto de papel.
Esa tarde, después de que Camilo José cumpliera con su deber de informar para la posteridad, de la muerte y última voluntad de su padre, apareció la hija mayor de doña Marina Rosales Casanova. Traía dos noticias, una que su madre había dado a luz al séptimo hijo de la familia, un varoncito robusto que iba a tener por nombre Bernabé y que un caballero del norte, familiar por algún lado de su padre, andaba tomando fotografías de los habitantes del Alto Palena. Por ser don Eleodoro una persona tan principal, el hombre pedía, con todo respeto, un minuto de su tiempo para llevar a cabo esta misión.
Se alborotaron los niños mientras Lindana los vestía con sus ropas de domingo. Don Eleodoro frotó sus manos con aceite tibio de gallina para pasar el dolor imaginario de las coyunturas y trató de olvidar el fantasma del ojo, esperando con paciencia que apareciera el caballero. Había cazuela de pava en la estufa y un cuarto de chancho asándose en la cocina a fogón, para agasajar al convidado. Se sentó la familia todos juntos y miraron fíjamente, tal como el hombre les indicó. Don Eleodoro vio al ojo en el lente de la cámara y no sonrió.
N de la R: Eleodoro Díaz Carrasco será investido, años más tarde, por el Presidente Ibáñez, representado por el Intendente Marchant, como Juez de Distrito, por su aporte en la organización de la vida civil de los pobladores. Los documentos escritos por don Eleodoro sirvieron como pruebas irrefutables de la colonización chilena en la zona de Palena.